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Loro sobre un micrófono en la ventana.

Loros

Por sobre la parelilla llegan los gorgoritos de dos loros que nunca he visto. Parecen sacudirse sus voces como si rizos sonoros salieran disparados de cada una de sus plumas. Además de ese sonido, estos loros tienen, sobre todo, dos gestos: silban el silbido piropesco (fui fuiuuuu) y ríen. 

 

Los imagino en un palo de limón porque el último loro que vi estaba en un palo de limón, pero bien podrían estar en el espaldar del taburete de sus dueños o en una jaula.

 

A estos dos loros no les he escuchado palabra muy articulada, como al loro de mi bisabuela, que decía “dame arroz con huevo”. O como a Lulú, el loro de Flaubert, de frente azul y buche dorado: “Dios te salve, María”. Llegó a ser todo para Felicité, que en primer lugar lo quiso porque venía de América y eso la hacía pensar en su sobrino Víctor, que había muerto allá, en esa palabra lejana y desconocida. Lulú también reía.

 

Pienso que los loros ríen porque la risa es sonido por excelencia, contracción de la siringe; vibración por excelencia, por excelencia temple: la risa como la vela de un barco al viento. Y también quizá la risa es el primer gesto humano, hermana del llanto o su reverso o su errada interpretación. 

 

Hay por otro lado loros como Bob, un loro elegíaco: gritaba los nombres de parientes fallecidos de tres generaciones de la familia humana a la que perteneció, y continuó llamando a Duke, el perro, hasta veinte años después de su muerte. Sobrevivió a su dueño, George Blair, quien le heredó una fortuna de $40.000 dólares. Así que supongo que Bob también llegó a serlo todo para George Blair. Esto ocurrió en 1950, en Detroit. García Márquez escribió una columna sobre ello. En ese texto y en un par más, dice que el loro es uno de los símbolos tradicionales del celibato y de la “soltería de nacimiento” de ciertos hombres. 

 

Esto me hace pensar en mi abuelo, que tuvo loros, y que, aunque estuvo casado, nunca tuvo el temperamento para estarlo (más de la definición de García Márquez). Tenía un loro, cuando aún vivía con mi abuela, que le arrancaba los botones a las camisas que colgaban a secar en el alambre. Mi abuela lo vendió por eso. Pero el viejo Darío también tuvo loros después, cuando se habían separado, y aunque tuvo otros pájaros, pienso que la cuestión del loro sí tenía algo que ver con esa “irremediable soltería”, porque la verdad es que mi abuelo era, en esencia, un hombre solo. Pienso que había algo en su circunstancia de hombre solo que se enorgullecía con la habilidad del habla del loro. Él era su molde y su maestro, el dueño de sus palabras, el dios de cada pájaro que tuvo. (Tengo entendido que la única palabra que pronunciaba el loro arranca-botones era “Roger”, el nombre de mi papá).

 

De entre las diferentes especies de loros, las africanas, Yaco y Timneh, son reconocidas por su mayor habilidad para imitar la voz. Por eso ambas están en peligro de extinción. Son señores plateados de ojos blancos y cola escarlata. No solo imitan las voces humanas, sino que al parecer pueden imitar el canto de nueve especies de aves y el de un murciélago. Alex, por ejemplo, era un loro Yaco que se volvió famoso porque durante 30 años hizo posible la investigación de Irene Pepperberg acerca de la inteligencia de las aves, y también acerca del origen de la inteligencia humana y el desarrollo vocal. Aprendió 150 palabras y cuando se miró al espejo preguntó por el color de sus plumas: gris. 

 

Irene cuenta anécdotas sorprendentes sobre Alex. La hizo feliz: fue su ventana a la vida primigenia de la comunicación humana, la hizo soñar con pajarracos que ya llevaban en sus gargantas la potencia de la palabra en la era de los dinosaurios. Quizá llevarían la palabra "cielo", "Dios" o "agua". Quizá volaban con la palabra "mundo" atascada en la siringe, escondida en una rasgadura de voz. 

 

A veces me he sentido tentada a montarme a una escalera para espiar el patio vecino y ver a los dos loros. Me imagino que me miran y se ríen o se alborotan o dejan salir un pequeño chillido en forma de pregunta. Si se ríen, yo me reiría de vuelta, y si me escuchan suficientes veces quizá aprenderán a reír como yo, como un caballo. (Así decían mis amigos en el colegio). La idea me seduce. Quizá los loros son espejos. Espejos verdes de ojos perfectamente redondos. 

 

El loro que más he visto en toda mi vida es el Amazona Farinosa, o Harinoso (por la película blanquecina en su lomo, como talco, como la apariencia que tiene el terciopelo visto desde ciertos ángulos). Es casi todo verde con un parchecito rojo en las plumas secundarias de sus alas. La cabeza, como si en un vuelo se le hubiera untado en la bóveda celeste, es azul. A veces también tiene pizcas amarillas en la corona o alrededor del pico. Es grande y es ilegal tenerlo en cautiverio. (Mi abuela me contó que una señora, para esconder a su loro de la policía, se lo metió debajo de las enaguas).

 

Creo que Lulú era un Amazona Harinoso, su cabecita azul era lo último que se veía en el altar cuyos vapores envolvieron a Felicité antes de morir y en los primeros minutos de su muerte vívida. La soledad asistida por un loro en el caso de Felicité es hermosa: cuando se quedó sorda, Lulú imitaba los sonidos del mundo para ella, y eso era lo único que ella podía escuchar. 

 

Al contrario de los estudios hechos sobre la capacidad para hablar de los loros, existen pocos estudios sobre la vocalización de ellos en un hábitat salvaje. En Birds of the World escucho una grabación detrás de otra: no hay cantos armoniosos, no hay silbidos, solo alaridos cortos, llamados que duran lo que duraría la pronunciación de un nombre, del nombre de una cosa. Gestos sonoros que duran lo que dura un movimiento de cabeza, el agitar de una mano, una afirmación, una negación, una pregunta. Sí hay ritmo, la vibración de una membrana como una pandereta, la de una caña de un instrumento de viento. ¿Una queja?

 

El acontecimiento ocurre en una de mis siestas de la tarde. Cuando el calor está en su máximo punto y yo, ensopada, me dejo caer en un sueño pesado. Alguien se asoma a la ventana de mi cuarto, que da a uno de los pasillos laterales del patio, que a su vez da a la parelilla que nos separa del patio vecino. No lo veo, pero lo escucho: ocho chillidos, un compás de 4/4, ocho corcheas, ocho pequeños desgarramientos agudos. Es un loro imperial, enorme, su cabeza y su cuello son color morado aceituna. Me mira con sus ojos naranja, sus ojos en crítica vía de extinción, endémicos de Dominica. ¿Qué hace aquí? Suelta un chillido largo, un lamento, y yo pienso en una sucesión precisa de palabras: “se han olvidado de cortarles las plumas”. Le suelto una pregunta que tengo desde hace días.

 

—¿Quién les enseñó a silbar así? ¿Por qué? ¿Fue un hombre quien les enseñó a silbar así? 

 

Pero el loro imperial no me contesta, se da la vuelta y se mueve de una manera incómoda, dolorosa, y después salta desde el escritorio, donde ha estado todo este tiempo, al marco de la ventana, y ha dejado dos plumas verdes al lado de mis libros, una por cada ala. Y el loro no sale a volar, sino que vuelve a soltar un chillido y yo vuelvo a escuchar la misma frase: “se han olvidado de cortarles las plumas”. El loro salta al piso del patio y lo pierdo de vista. Me levanto de un golpe y un alboroto: los rizos sonoros y luego las risas, las risas de los loros del vecino cuando salen a volar.

©maría argel
acerca de la ilustración
Eliécer Salazar

Eliécer Salazar es un artista visual e ilustrador. Estudió Artes Plásticas en la Universidad del Atlántico, en Barranquilla. En Argentina, cursó la Maestría en Tecnología y Estética de Artes Electrónicas en la Universidad Nacional Tres de Febrero y la Maestría en Lenguajes Artísticos Combinados en la Universidad Nacional del Arte. 

Su trabajo plástico explora la identidad caribeña y la cultura afrodiaspórica. Sus ilustraciones y pinturas dan vida y color a temas identitarios como los peinados, la cultura picotera y las tradiciones de la población negra del Caribe y el Pacífico colombianos.

La pieza aquí expuesta es una ilustración digital.

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